La batalla contra el egocentrismo
Autor: Jorge Mendoza
Stg. 4:1, dice: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en nuestros miembros?” Este mensaje de Santiago, no está dirigido a la gente que no conoce a Jesucristo, sino a todos los que lo hemos recibido como nuestro Señor y Salvador. Se dirige a los cristianos lavados con la sangre de Cristo y llenos del Espíritu Santo. Dentro de nuestro ser se está librando una batalla, pero la podemos ganar, si queremos, por la Gracia de Dios.
Una pregunta que todos le hemos hecho al Señor es: ¿por qué soy así? ¿Por qué me siento de esta manera? ¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo cambiar? Cuando recibimos a Cristo, coexisten dos personas dentro de cada uno de nosotros; una, que siempre va a querer hacer lo que la carne (los sentidos) le dice, y otra, que va a escuchar la voz del Espíritu Santo. Rebeca, esposa de Isaac, dio a luz dos hijos: Jacob, que representa el hombre espiritual, y Esaú, que personaliza al hombre carnal.
Jacob comienza su vida adulta cometiendo muchos errores, pero Dios tenía un plan para su vida; sería el padre de las doce tribus de Israel. Pero, para alcanzar la estatura espiritual que Dios quería, tuvo que enfrentar muchas batallas, con su suegro, con su hermano y con él mismo. Comienza con un carácter necio, y batalla con Dios hasta que doblega su carácter y se convierte en Israel. Por el contrario, su hermano se va separando cada vez más de la voluntad de Dios. Hace su vida de acuerdo a como le dictaban sus sentimientos y sus emociones. Todos nosotros tenemos un Jacob y un Esaú en nuestras vidas. De nosotros depende seguir el camino de Jacob o el de Esaú.
Enfrentando los problemas de carácter.
Todos sabemos que así como heredamos rasgos físicos y conductas de nuestros padres, también heredamos características espirituales; una de ellas es nuestra naturaleza pecaminosa. Esto no quiere decir que heredamos el pecado de nuestros padres, como algunas religiones suelen decir, y por ello bautizan a los niños, para que sean purificados por el agua bautismal. Esta es una gran mentira, porque el mismo Jesucristo dijo que de los niños es el Reino de los Cielos. Sin embargo, nuestra naturaleza siempre tiende a irse por el pecado. Cuando somos llenos lo hacemos inconscientemente, pero cuando entramos a la pubertad, no sólo hay un cambio físico en nuestro cuerpo, sino también nuestra mente se modifica. Comenzamos a entender conceptos abstractos que tienen un gran significado para nuestras vidas, por ejemplo, el amor, la vida, la muerte y el pecado.
Cuando somos pequeños se nos enseña a compartir nuestros juguetes, porque tenemos tendencia a ser egoístas. Se nos enseña a no hacer berrinches, porque siempre queremos obtener algo a través de la manipulación. También nos enseñan a ser obedientes, porque siempre vamos a querer hacer lo que se nos antoja.
En 1 Jn. 1:8, nos señala: “Si decimos que no tenemos pecado (se refiere a la naturaleza pecaminosa), nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros.” Esto quiere decir que si nos consideramos, buenos, santos y puros, nos estamos engañando a nosotros mismos. No hay ser humano sobre la tierra que no haya heredado esta naturaleza que tiende a satisfacer los deseos de la carne. Dios nos afirma esta condición de nuestro ser y nos invita a reconocer que que existe en nosotros. Por otra parte, en 1 Jn. 3:9, dice: “Todo el que es nacido de Dios no práctica el pecado porque la simiente de Dios permanece en él y no puede pecar, porque es nacido de Dios.” Cuando leemos este versículo, nos ponemos tristes porque sabemos que de una u otra manera seguimos pecando a pesar de que ya hemos recibido a Jesucristo en nuestras vidas; quedamos confundidos y comenzamos a dudar hasta de nuestra Salvación. Pero, lo que está diciendo Juan es que así como heredamos una naturaleza pecaminosa, también hemos recibido la simiente de Dios: Jesucristo en nuestras vidas, y esa simiente no puede pecar, porque es santa. Aun así, sucede que muchas veces seguimos pecando y nos preguntamos por qué no podemos dejar de pecar. Simple y sencillamente pecamos porque todavía existe en nosotros la otra naturaleza, que tiende a deleitarse en el pecado.
Pablo lo explica más claramente: “Queriendo yo hacer el bien (con el esfuerzo de mi mente) hallo esta ley (herencia), que el mal está presente en mí (la vieja naturaleza); y que ya nos soy yo (mi nueva naturaleza) quien hace aquello, sino el pecado (la vieja naturaleza heredada de mis padres) que mora en mí.” (Ro. 7:17; 20 y 23).
El remedio contra nuestra naturaleza pecaminosa
Cuando nacemos de nuevo, es decir, espiritualmente (recordemos que Jesucristo nos dice que es necesario nacer de nuevo) Cristo entra en nosotros y comenzamos a tener una nueva naturaleza. Cristo desea crecer dentro de nosotros hasta que Él sea totalmente formado en nosotros. Como dijo Juan el bautista: “Es necesario que Él crezca y que yo mengüe.” Sin embargo, a pesar de haber nacido de nuevo y de tener al Espíritu Santo, seguimos enfrentando batallas contra nuestra carne. (La carne se refiere a nuestra vieja naturaleza, al viejo hombre).
Romanos 6:6 es una experiencia definida y absoluta, que debe ser diferenciada del nuevo nacimiento y de la habitación del Espíritu Santo en nosotros. El versículo dice: “Sabiendo que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Él, para que el cuerpo de pecado sea hecho inoperante. La palabra “sabiendo” viene de una palabra griega que significa: “un conocimiento que viene por experiencia.” Este conocimiento de que nuestro viejo hombre fue crucificado no es producto de una reflexión mental o una creencia que se toma por fe. Se trata de una experiencia; es decir, una enseñanza que proviene de Dios, pero que se vive, que se adquiere por la práctica. Dios es el que nos conduce a llevar a cabo esta experiencia día con día. Si experimentamos no hacerle caso a nuestro viejo hombre, sino, por el contrario, asumimos la voluntad de Dios, nuestra vieja naturaleza va perdiendo poder poco a poco. Por el contrario, si seguimos lo que nos dictan nuestros sentidos o nuestros pensamientos, la vieja naturaleza seguirá conduciendo nuestra vida. Es necesario sujetar esa naturaleza caída y gobernarla a través de nuestro espíritu. Ahora nuestra mente puede decidir a favor de la santidad o a favor del pecado (nuestra vieja naturaleza).
En ninguna parte de la Biblia nos dice que cuando nacemos de nuevo, la vieja naturaleza es erradicada. Esa naturaleza aún existe en nuestro ser. Todo el aprendizaje y todos nuestros pensamientos continúan residiendo en nuestra mente.
Para que la nueva simiente de Dios siga creciendo es necesario ejercitarla y alimentarla, así como Samuel (el viejo hombre, escogido por el pueblo de Israel) se iba debilitando y David (el hombre espiritual escogido por Dios) cada vez se hacía más fuerte. La santidad siempre va a ser una elección, una batalla entre las dos naturalezas. Esa vieja naturaleza siempre va a existir en nosotros hasta que muramos y seamos resucitados en un cuerpo diferente, sin pecado (sin esa vieja naturaleza). Esta es una gran diferencia con el budismo, que no cree en la resurrección, sino en la reencarnación. Por eso, ellos creen que cuando el ser humano reencarna continúa en el punto donde quedo su vida anterior, con la posibilidad de irse purificando poco a poco en varias reencarnaciones y a través de la meditación.
Alcanzando la meta en nuestra vida
Todos queremos llegar a tener una vida de excelencia, una vida apartada del pecado y sujeta a los principios de Dios, para llegar a ser completamente triunfadores y felices. Para alcanzar esta meta es necesario contar con la sabiduría de Dios, no con la sabiduría humana, que muchas veces está cargada de egoísmo. La sabiduría que Dios imparte sabe cómo reaccionar y responder a las personas y cómo enfrentar cada situación de la vida. Cuando empezamos a ver a las personas y a las situaciones desde la perspectiva de Dios, las quejas, los miedos, las preocupaciones, las tentaciones comenzarán a cesar. Este don de Dios nos puede transformar en otras personas totalmente diferentes. La sabiduría divina también nos ayudará a vivir en los principios de Dios. La sabiduría sabe cómo distinguir los asuntos, y evita clasificar a todos y a todas las cosas en la misma categoría o permite que tomemos las mejores decisiones.
Siempre estamos preguntándonos si adquirimos debemos cambiarnos de Ciudad, si será el hombre o la mujer de nuestras vidas, si será bueno o malo ver una película o leer un libro, si el trabajo que tenemos es el lugar donde Dios quiere que desarrollemos nuestros talentos, y así nos movemos todos los días. Sin embargo, cuando nuestro hombre espiritual va creciendo, se va alimentando de la Palabra y va experimentando la obediencia a Dios contra lo que nos piden nuestros sentidos, entonces la sabiduría de Dios nos quitará toda duda y sabremos tomar las decisiones que están dentro del plan de Dios para nuestras vidas. Pero cuando nuestra nueva naturaleza no ha crecido, siempre necesitará del consejo de otras personas, con el peligro de caer en la manipulación de los que se creen más espirituales o en una jerarquía mayor de acuerdo a su rango en una comunidad cristiana. Tenderemos a sentirnos desobedientes y rebeldes cuando no obedecemos a nuestro “guía espiritual”.
Nosotros no somos budistas para tener guías espirituales que nos controles, sino personas que han recibido a Jesucristo, que nos da el poder para experimentar una vida victoriosa, plena y exitosa.
El alimento diario
Así como nuestros cuerpos necesitan alimentarse diariamente para no caer en enfermedades y tener las defensas suficientes contra los virus y parásitos del medio ambiente, nuestro espíritu necesita asimismo alimentarse todos los días. Pero para poder alimentar nuestro espíritu diariamente, Cristo tiene que ser la prioridad de nuestras vidas.
Hay muchas personas que prefieren un partido de fútbol a una conferencia dominical sobre Jesucristo. Otras prefieren desvelarse y dormir todo el día, a llegar a escuchar una palabra de motivación que viene de parte de Dios. Otros ponen de pretexto las distancias para llegar tarde a la reunión o de plano no llegar. En estas situaciones estamos ejercitando a nuestra vieja naturaleza, no queremos ejercitar la nueva naturaleza, alimentándola con la Palabra de Dios.
También nos interesa ver la televisión hasta altas horas de la noche y sólo invertimos unos cuantos minutos para hacer una oración a Dios en la que sólo le pedimos y le pedimos y le pedimos que nos dé lo que queremos de acuerdo a nuestra propia sabiduría.
La única forma de experimentar la disminución de nuestro viejo hombre es alimentándonos diariamente de la Palabra Dios, ya sea leyéndola o escuchándola, y orando (comunicándonos) a Dios. Así podremos triunfar en la vida, seremos personas exitosas y felices.